En los momentos de fervor nos sentimos llamados a cintilar como gemas preciosas, relucientes de santidad. Sin embargo, en algún momento, Dios permite que esas luces se apaguen…
Mar, rocas, sol… Elementos tan dispares entre sí, pero que juntos forman una combinación bellísima. En la famosa isla de Capri, al sur de la península itálica, se encuentra la Gruta Azul, donde ocurre un fascinante fenómeno. Bañada por el mar en su interior pétreo, una coloración azul brillante recubre toda su concavidad cuando sus aguas son iluminadas por el sol. Durante el día, las paredes parecen estar talladas en un enorme zafiro.
No obstante, si tuviéramos la oportunidad de visitar esa gruta al anochecer, descubriríamos que las rocas nunca han sido zafiros, ni que la atrayente luz era inherente a la cueva. Veríamos con tristeza cómo el fabuloso escenario, que parecía salido de un cuento de hadas, se transforma poco a poco en una sombría morada de murciélagos. Tal vez una veta azul de casi insignificante resplandor, reflejada en la superficie de las aguas, nos recordaría que la luna brilla en el exterior; solo eso. El viento silbaría frío e inhóspito, y una discreta brisa acompañaría la transformación del sol en la oscuridad.
Algo similar ocurre con el alma en estado de gracia. Por la acción del Espíritu Vivificante, las rudas piedras de su interior son iluminadas por la luz sobrenatural. Sin embargo, a diferencia de la gruta, cuyas paredes jamás se convertirán en zafiros, la gracia nos hace participar efectivamente de la vida divina.
En los momentos de fervor, nos sentimos llamados a cintilar como gemas preciosas, desbordantes de santidad. Todo se reviste de brillo, color y encanto. Golpean brisas refrescantes, las aguas alcanzan la temperatura ideal y el sol no nos atormenta con su calor.
Sin embargo, de repente Dios permite que esas luces se apaguen y el demonio nos susurra al oído: «¿No ves cuánta mentira? Todo lo que creías verdadero no es más que una ilusión transitoria. Esta es la realidad: frío, fealdad, murciélagos, oscuridad».
¿Acaso la fascinación que experimentamos fue mera imaginación? ¿Nos invita el Altísimo a las sublimidades de lo sobrenatural sin darnos la capacidad de alcanzar las alegrías eternas? ¿Nos postrarán nuestras miserias e insuficiencias en lo más vil para siempre?
¿A quién creeremos? ¿Al Dios de la verdad o al padre de la mentira? La respuesta es clara.
Si las artimañas infernales son constantes y amenazan con debilitar nuestra esperanza, no dudemos: arrodillémonos, juntemos las manos y elevemos nuestro corazón, con confianza, a la Madre de Misericordia. La Virgen conoce y ama los designios de su divino Hijo respecto a nosotros y Ella misma cumplirá la promesa de transformar nuestra sombría y tosca gruta interior en un espléndido palacio, lleno de luz y gloria.
Fuente: Revista Heraldos del Evangelio, junio de 2020
Hna. Angelis David Ferreira, EP.