Mientras la humanidad se hunde progresivamente en la incertidumbre, sin vislumbrar cómo y cuándo las cosas se enderezarán, los derechos de las personas se debilitan y la barbarie invade las calles, tanto en Estados Unidos como en otros lugares, volvamos nuestra atención a las verdades trascendentes y oxigenemos el alma. Muchos se enfocan únicamente en las necesidades del cuerpo…
El relato de la caída de nuestros primeros padres tras la tentación de la serpiente impacta profundamente a los creyentes, aunque ciertos “católicos” lo consideren una fábula o una historieta simbólica, similar a los incrédulos. Para quienes creemos en la veracidad del Génesis, este relato es de gran interés, ya que está en el origen de nuestra historia y condiciona el rumbo de nuestras vidas.
A primera vista, el pecado original parece claro y fatalmente evidente, pero podríamos estar equivocados en nuestro juicio…
Dios creó a Adán del barro y lo colocó en el Paraíso, un lugar que sobrepasaba nuestra naturaleza. De su costado formó a Eva. La misericordia de Dios es evidente al crearnos por pura liberalidad y luego colocarnos en un lugar de delicias. San Ireneo de Lyon afirma que Dios creó al hombre no por necesidad, sino para tener en quien depositar sus beneficios.
En contraste, muchos antropólogos, científicos y otros “sabios” erróneamente sostienen que venimos de las cavernas. En realidad, procedemos de las excelencias del Paraíso, y el pecado llevó a una decadencia terriblemente triste en individuos y pueblos.
Al hablar de la desobediencia original, a menudo se lamenta lo ocurrido sin considerar los beneficios que trajo… ¡Sí, el pecado trajo beneficios! Pensemos en la Encarnación y en la fundación de la Iglesia.
Este tema es apasionante, aunque no adecuado para un breve artículo como el de este mes. Sin embargo, una breve reflexión puede abrir el apetito, pues está íntimamente relacionado con la Eucaristía.
En un antiguo libro editado en París en 1876, “Les Trésors de Cornelius a Lápide”, el Abbé Barbier recoge comentarios del célebre teólogo jesuita Cornelio a Lápide. En un pasaje, dice: “El primer hombre quiso hacerse Dios; no pudo, y cometió un crimen. ¿Qué hizo Dios en su sabiduría y misericordia? Se dijo a Sí mismo: El hombre quiso ser Dios y no lo pudo. Fue un pecado para él haberlo pretendido. Encontraré un medio para satisfacer el deseo del hombre, sin que él tenga culpa. Me haré hombre y me daré a él en la Eucaristía; y, haciéndome hombre, el hombre se hará Dios; comiéndome, vivirá de Dios, será Dios. De hecho, lo que dijo la serpiente se cumplió. Ella había profetizado, sin quererlo, la futura elevación del hombre a la divinidad. ‘Seréis como dioses si comen de este fruto’, dijo ella a nuestros primeros padres (Gen. 3, 5). ¡Satanás, has creído engañar al hombre, pero en realidad te has engañado a ti mismo! Sí, el hombre será Dios, no comiendo el fruto del paraíso terrestre, sino comiendo en la Santa Mesa, en el jardín de la Iglesia, el fruto divino del paraíso celestial.”
Con una lógica clara y encantadora, se explica cómo Dios, después del pecado, nos otorgó un bien mucho mayor que la vida en el Paraíso. Si el pecado trajo la ruina por un bocado (el fruto prohibido), otro bocado (el Pan de Vida) nos devuelve la gracia y la salvación.
La comunión nos eleva, nos diviniza, haciéndonos partícipes de la naturaleza del mismo Dios. La unión que propicia la Eucaristía entre la creatura y el Creador es tan íntima que, si los Ángeles pudieran sentir envidia, nos envidiarían por la Sagrada Comunión, a pesar de estar llenos de dones y confirmados en la gracia.
Al recibir el alimento eucarístico, es el Señor quien nos transforma, y no nosotros al alimento, como sucede con cualquier comida. Cristo no se transmuta en nuestra sustancia, sino que nos transforma en la suya, ¡es algo prodigioso!
En el Paraíso, Dios “se paseaba por el jardín a la hora de la brisa” (Gn 3, 8). ¡Maravilla! Pero aquí en la tierra, ocurrió algo aún mejor y más superior: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Una cosa es venir de visita y otra es acampar, establecerse, encarnarse en nuestra naturaleza y ¡darse en alimento! Entonces, ¿qué es mejor? ¿El Edén con sus delicias o esta tierra de exilio con un Dios tan cercano e íntimo?
Mons. Joao Clá, fundador de los Heraldos del Evangelio, expuso esta idea en una homilía. Después del pecado, Dios puso un Ángel en la puerta del Paraíso para impedir la entrada. Pero, como consecuencia de la Redención, dio a un hombre, a Pedro, las llaves del Reino de los Cielos y el poder de atar y desatar. ¡Oh, feliz culpa que nos trajo tales bienes!
“¡Qué bien al mundo no ha dado / la encarnación amorosa / si aún la culpa fue dichosa / por haberla ocasionado!” canta un himno de la Liturgia de las Horas.
Sí, la serpiente maldita, el padre de la mentira, tuvo razón: ¡fuimos como Dios!
P. Rafael Ibarguren EP