A cada uno de nosotros, Dios concede dones especiales, y solo le daremos entera alegría si los desarrollamos buscando la perfección. Siempre más rumbo a Dios, debe ser el lema que nos guíe en la vida. Y muchas son las vías por la cuales podemos alcanzar ese objetivo. Ilustra bien esa variedad de caminos, una leyenda medieval sobre un juglar – bufón que recorría las cortes, cantando, declamando o haciendo malabarismos – que en su simplicidad quiso alegrar al Niño Jesús con su arte y sus dones. En Francia es conocido como: “Le jongleur de Notre Dame”.
En la pequeña y caliente Sorrento (Italia), ciudad bañada por el Mar Mediterráneo, vivía un joven llamado Giovanni, huérfano de padre y madre. Poco inteligente, pero dotado de muchas habilidades manuales, era capaz de hacer maravillosos malabarismos. Todas las mañanas la
multitud iba a la plaza central para verlo en el puesto de frutas del signore Baptista. Allí Giovanni hacía girar por el aire limones, peras, naranjas, manzanas y hasta pepinos, un arcoíris de frutas y verduras. Por sus habilidades, muchas personas compraban las frutas y legumbres del signore Baptista. En recompensa, la esposa del signore le daba un buen plato de sopa caliente.
Cierto día, un grupo de artistas se presentó en el centro de la ciudad. Giovanni asistió a su actuación. ¡Quedó encantado! Pidió al “Señor Maestro” un lugar en el espectáculo, le hizo una demostración de sus malabarismos con las frutas y fue aceptado. Así, dijo adiós a los Baptista y partió a recorrer el mundo.
Ya no se presentaba con sus harapos, sino con ropas vistosas y un saco colorido. En cada espectáculo hacía una respetuosa venía al público, desenrollaba un tapete y comenzaba. Primero, palos coloridos y brillantes giraban por los aires. Después venían los platos que equilibraba sobre una vara, haciéndolos girar. Botellas de madera multicolor pasaban por el aire de una mano a otra, como también argollas y antorchas encendidas.
Finalmente, lo que hacía a la multitud vibrar era su arcoíris: tiraba a los cielos una bola roja, un color naranja, una amarilla, una verde, una azul y una violeta, hasta que, todas girando, parecía que el arcoíris rodaba entre sus manos.
— Y ahora… ¡El sol de los cielos! — gritaba él.
Sin parar, cogía una bola dorada y brillante y la tiraba más y más alto, cada vez más deprisa… ¡Cómo las multitudes lo aplaudían!
Giovanni se volvió famoso. Se presentó en los palacios de duques y príncipes, recorrió Italia de alto a bajo. Sus ropas pasaron a ser mucho más elegantes.
Cierto día, durante uno de sus viajes, Giovanni se sentó sobre un muro a descansar y admirar el dorado de las piedras golpeadas por el sol poniente; iba a comer algo, cuando dos frailes franciscanos se aproximaron:
— ¿Nos puede dar un poco de su comida buen hombre?— preguntó uno de ellos.
— Por el amor de Dios y con las bendiciones de nuestro Padre Francisco… — completó el otro.
— Siéntense, hombres de Dios, hay para todos— respondió Giovanni.
Mientras comían, los frailes contaron a Giovanni un poco de su apostolado.
— Para mayor gloria de Dios llevamos alegría a los hombres con el Evangelio de Jesús. Y Ud., como enseña nuestro padre Francisco, llevando felicidad a los pequeños, también da gloria a Dios, pues él nos dice que todas las cosas cantan la gloria de Dios, inclusive Ud. con sus malabarismos.—
Se rió Giovanni en su ignorancia, y se despidió feliz.
Por donde andaba, llenaba los cielos de arco iris y los aplausos resonaban. Pasaron los años… Giovanni envejeció. Continuó con sus malabarismos, hasta que un día … ¡dejó caer el “sol de los cielos”, y el arco iris se fue al suelo! La multitud no perdonó: se burló de aquel que tantas veces le había alegrado los días. Algunos de los asistentes hicieron algo horrible: le tiraron tomates y piedras, y Giovanni huyó para salvar su vida.
Desde ese momento no volvió a ver los rostros alegres de los niños que tanto lo consolaban. Iba sólo. Para poder comer, fue vendiendo todos sus objetos, restándole apenas el arco iris.
— Es hora de volver a casa — dijo, y se dirigió a Sorrento.
El viento soplaba frío y sin piedad, era noche de invierno, caía una lluvia helada y el frío le calaba los uesos. En las sombras de la noche, Giovanni pudo avistar la silueta del convento de los franciscanos. Todas las ventanas estaban oscuras, y solo una puerta entreabierta dejaba ver la lamparita del sagrario encendida en la Iglesia.
Giovanni entró. Allí estaba menos frío. Se arrastró hacia un rincón y se dejó caer por el cansancio, durmiéndose inmediatamente. De repente, una música lo despertó y alegres voces cantaron: “¡Gloria! ¡Gloria!” ¡La iglesia resplandecía de luz! Frotándose los ojos, no podía creer en lo que veía: ¡Cuánta belleza! En largo cortejo, frailes, monjas y personas de la ciudad, todos bien trajeados, llevaban lindos presentes en las manos. Tapices, banderas y flores adornaban la iglesia de arriba abajo. ¿Quién sería el homenajeado? ¿Un rey? Se irguió Giovanni, para ver mejor: la gente colocaba los regalos delante de una imagen de la Virgen María con el Niño Jesús en su regazo.
— ¿Qué es esto? — preguntó a quién estaba más próximo.
— ¡Hombre! ¡Es el cumpleaños del Niño Dios!
Maravillado, Giovanni observaba todo con espanto y admiración. Jamás en toda su vida viera cortejo más lindo ni oyera cánticos tan angelicales… Giovanni estaba tan absorto, que no percibió que todos habían partido después de la ceremonia, y, cuando cayó en cuenta, estaba sólo delante de la Virgen. Todo se encontraba a oscuras, excepto las brillantes velas que circundaban la imagen. Se aproximó a ella y vio que el Niño Dios, en los brazos de Nuestra Señora, parecía triste, muy triste.
— ¡Oh, Señora — dijo Giovanni — gustaría tener algo para tu “bambino”… parece tan triste, aún en medio de todos estos regalos! ¡Pero, espera… yo solía hacer que los niños sonriesen!
Abrió entonces, su saco colorido, se puso su bello traje, dio unos pasos para atrás, hizo una reverencia elegante, extendió el tapete y comenzó: primero la bola roja, siguió con la bola naranja, ahora la amarilla, y la verde, y la azul, y la violeta. Lanzaba al aire, para un lado, para otro, hasta que apareció el arco iris.
— ¡Y finalmente — gritó Giovanni — el sol de los cielos!
La bola dorada subió, girando, girando, cada vez más alto y alto. Nunca en su vida había hecho tan bien esos malabarismos. ¡Las bolas giraban más y más alto, más y más deprisa! Una estela de colores llenó la iglesia. Los tonos del arcoíris se proyectaron por todas las paredes, arcos, naves y columnas. ¡Era una explosión de colores!
El corazón de Giovanni palpitaba:
— ¡Para ti, “dolce bambino”, para ti! — gritaba.
El hermano José se levantaba antes del alba para abrir la iglesia y tocar la campana. Pero esa mañana tuvo una sorpresa: vio a través de los vitrales luces refulgentes dentro del templo. ¡Era como si el sol naciese allá dentro! ¡Primero todo pareció rojizo, después anaranjado, después dorado! Corrió el hermano y abrió las puertas.
— ¡Dios Santo! Un malabarista… — exclamó.
Fue a llamar rápidamente al fraile superior. Regresaron los dos y, estando en la puerta de la iglesia, se dieron cuenta de que estaba de nuevo a oscuras. Entraron y tropezaron con el viejo Giovanni, quien había dado todo de sí para alegrar al Niño Jesús y yacía en el suelo… había muerto de cansancio.
El Hermano José se dio vuelta y, boquiabierto, con los ojos bien abiertos, miró hacia la imagen de la Virgen, sólo pudiendo decir:
— ¡Hermano, mire, mire…!
El Niño Jesús sonreía con la bola dorada en las manos.
Revista Heraldos del Evangelio, n.3.