Osadía maternal

Al amparo de la noche, la angustiada condesa se dirigió a la catedral. Se arrodilló delante de la Virgen, rezó unos momentos… y llevó a cabo su atrevida resolución.

Tomaremos la historia de un pequeño condado perdido entre las montañas de Europa, que en medio de las turbulencias del siglo XVII se ufanaba de llevar décadas gozando la más perfecta paz.

Buena parte de la población se encontraba reunida en la majestuosa catedral. Era misa de domingo. Las vidrieras filtraban en mil colores el sol veraniego. Llegado el momento oportuno, el viejo obispo leyó las intenciones de la misa; la última de ellas era siempre la misma:
Señor, aparta de los hogares de nuestro condado las calamidades de la guerra.

Una comadrona sentada en la primera fila murmuró entonces a su vecina:
¿No te lo dije? Siempre repite
la misma intención. ¡Qué exagerado!

El obispo, aunque entrado en años, conservaba el oído fino y contestó:
Muchos no dan el debido valor al don de la paz porque jamás conocieron los terribles sufrimientos de la guerra.

Sin embargo, estas sabias palabras no causaron mayor efecto en la numerosa asamblea reunida bajo las bóvedas de la gran catedral. Era gente que ya no sabía apreciar debidamente la paz que disfrutaba.

Una excepción a la indiferencia general era la condesa Alicia, que oía atentamente las palabras del obispo. Un duelo, tan común en esa época, la había dejado viuda cinco años atrás. Desde ese día, todo el amor de su corazón lo volcaba en el único hijo que la Providencia le había dado. Consciente del dolor que causa la pérdida de un ser querido, estrechó al pequeño Gerardo junto a sí, mientras su mirada suplicante buscaba
la imagen de María: “¡Oh Madre Santísima, aparta de nosotros el flagelo de la guerra! ¡Ya perdí a uno, que no pierda al otro!


Pasaron 15 años… ¡Ah, desdicha! Ni los temores de la afligida madre ni los insistentes ruegos del piadoso obispo fueron suficientes para alejar del condado el mal que ambos tanto temían.

La riqueza de la región y el descuido de sus habitantes alimentaron las esperanzas de un codicioso rey vecino por conseguir una conquista fácil y rentable. Así, cuando menos lo esperaban, se vieron obligados a empuñar las armas en defensa de su libertad y su tierra. Antes del comienzo de las hostilidades, se celebró una última misa en la catedral, repleta como nadie recordaba haberla visto. En el primer banco estaba la condesa y a su lado Gerardo, convertido ahora en un gallardo oficial de imponente uniforme. Alicia no podía ocultar su dolor y aprensión. ¡Qué acierto demostraban las plegarias elevadas durante años por el anciano obispo!

Durante las semanas siguientes se libraron sangrientas batallas. Pero el Altísimo se compadeció de aquella gente y al poco tiempo se firmó un tratado de paz. Felizmente, el condado logró conservar intactas su autonomía y sus fronteras. ¡Pero a qué precio! Pocas, muy pocas eran las familias sin muertos que llorar. La condesa Alicia estaba angustiada. Gerardo había escapado con vida, pero lo habían capturado y ahora llevaba una vida miserable en la mazmorra de una inexpugnable fortaleza enemiga.


Todos los días muy temprano la condesa iba a la iglesia, oía misa y luego se quedaba largas horas rezando frente a la imagen de la Virgen María. Sus lágrimas mojaban un pañuelo tras otro, y todos se emocionaban al ver tamaño dolor. Además de las persistentes súplicas al Cielo, la noble dama envió varios emisarios al reino vecino con ventajosas propuestas a cambio de la libertad de su hijo. Todas fueron rechazadas.

Así pasaron casi dos años y la angustiada condesa, después de llorar y pensarlo mucho, tomó una osada resolución. Al amparo de la noche se dirigió a la catedral; pues sabía que a esa hora estaba vacía. Solo la tenue luz de las velas votivas iluminaba aquí o allá las piedras seculares. Se arrodilló frente a la imagen de la Virgen y rezó esta oración:
Virgen Santa, durante todo este tiempo te rogué la liberación de mi hijo y tú no quisiste venir en ayuda de una madre desdichada. Pues bien, así como me quitaron a mi hijo, permitirás que yo tome ahora al tuyo y lo guarde como rehén. Prometo devolvértelo tan pronto como tenga al mío de nuevo en mis brazos, sano y salvo.

Una vez segura de que nadie la observaba, se acercó a la imagen, retiró de sus brazos al pequeño Niño Jesús, lo escondió bajo el manto y lo llevó a su castillo. Ahí lo envolvió en tejidos ricamente bordados y lo guardó en un cofre.

Mientras tanto, a muchos kilómetros de distancia, el infeliz Gerardo seguía prisionero en la mazmorra de la fortaleza. Cargaba su trágico destino con pesadumbre, cuando una súbita luz brilló con fuerza iluminando la celda: ¡era la propia Madre de Dios, resplandeciente de gloria y hermosura! A un suave gesto suyo las pesadas puertas del calabozo se abrieron de par en par. Con una mirada dulce y firme, la Reina del Cielo le dijo:
Joven conde, ahora eres libre. Ve a tu hogar y dile a tu madre que me devuelva a mi Hijo, ahora que le he restituido al suyo.

Extasiado, Gerardo se restregaba los ojos, creyendo estar soñando.
Pero… pero… ¡Señora!

La celestial visión se esfumó y la cárcel volvió a caer en la oscuridad. El joven Gerardo, con el alma en vilo, se escapó por los corredores. Sorprendido vio a todos los guardias en el suelo, presos de un sueño profundo y misterioso.

Tres días más tarde, poco después del almuerzo, la condesa Alicia escuchó un agitado vocerío en el gran salón de entrada. Sobresaltada, bajó deprisa y encontró una multitud de cortesanos, guardias y criados en torno a un personaje flaco, barbudo y andrajoso. Cuando giró hacia ella, ¡qué sorpresa! –¡Ay, Dios! ¡Hijo, hijo mío querido!

Madre e hijo se estrecharon en un largo y tierno abrazo. Recompuesto de la primera emoción, Gerardo le dijo:
Madre, antes que nada es preciso que cumplas con tu parte del trato.

La condesa devuelve el divino cautivo.

Alicia comprendió inmediatamente ese mensaje. Para sorpresa de todos, subió a sus aposentos y trajo de vuelta, con lágrimas de alegría, al pequeño y divino cautivo que guardaba consigo. Una singular procesión se encaminó entonces a la catedral, en donde, frente a una admirada multitud, la condesa fue a los pies de la Virgen Madre, esta vez para decirle:
¡Celestial Señora, te agradezco que me hayas devuelto a mi hijo! Fiel a mi promesa, aquí traigo al tuyo.

Más que la victoria en una terrible guerra, la Virgen premió al condado con el precioso don de ese milagro que demuestra lo que pueden, ante el trono de Dios, el amor y la osadía de una madre.